12.2.24

Me quedó una letra salvadora

Cogí con mis dos manos el tazón con el caldo pastillero y noté su calor hasta casi quemarme. Necesitaba sentir dolor, que algo me hiciera notarme vivo, cruelmente despierto.

Había ido hasta la cocina con sumo sosiego, despacio y sabiendo que ya nada tenía prisa, que la impaciencia se había perdido en la nota que tenía en la mesa esperando mi respuesta abierta, tras mostrarme unas órdenes que debía cumplir de forma urgente, unas palabras casi ininteligibles, que me volvían a mostrar ante el miedo y casi ante mi propia muerte si no sabia trabajar bien.

Recuerdo que abrí el estante de la cocina y elegí el tazón más grande para el caldo, porque necesitaba quemarme por dentro; y que puse agua a calentar mientras elegía la pastilla instantánea de caldo para añadir a continuación un vino seco que engañara a la sopa para hacerla parecer de calidad.

Todo seguía siendo un engaño, mi vida había sido una posible mentira constante, una lucha contra la nada que definitivamente había perdido. Aunque si lo miro bien, la nada puede no existir. Es contra mis enemigos invisibles, contra yo mismo que me he dejado dominar…, contra quien debo rebelarme.

Pero no sé cómo.

Sorbí el caldo sabiendo que estaba ardiendo, pero recuerdo que admitía que eso era mal menor en ese momento. Quemaba más por el alcohol del vino rancio, tal vez en demasía, pero estaba tan en su punto para el momento, que me alegré no haberlo dejado templar. Insistí con el tazón hasta que el dolor en la boca se notaba más que el que ya tenía en el alma.

Miré hacia el fondo de la loza y entremezclado en su color dorado recuerdo que observé flotando unos ligeras briznas de algo verde, simulando una verdura mentirosa.

También en el caldo pastillero me seguían atacando los artificios, el disimulo de una verdad mentirosa. No será verdura —me respondí en silencio— será polvo de plástico, grosería para engañar y dar color. Todo quiero que sea mentira.

Creo que me reí levemente pero no estoy seguro. Agarré el papel que seguía mirando hacia el techo y sin depositarle mi vista del todo, lo doblé por la mitad y luego por otra mitad y luego por otra mitad más. Lo doblé hasta hacerlo casi invisible. O ese era mi deseo.

Pero seguía igual o más gordo incluso. El papel nunca se dobla lo suficiente hasta desaparecer.

De lo que más me acuerdo es de que le di un fuerte puñetazo con la mano cerrada, pero en cuanto mi brazo abandonó la mesa, él sólo, como papel vivo, se fue desdoblando hasta quedarse en su posición inicial.

—No te afectan los golpes —me dije— ¡cabrón!

El caldo se estaba quedando templado y ya no lo sentía por tener la boca dormitada por la quemazón.

Iba ganado el papel contra mi deseo de defensa y olvido, aunque sobre todo del de la esperanza mentalmente abandonada para que nunca me hubiera llegado la noticia.

Me agité la nariz con los dedos, respiré fuerte, me levanté de la mesa agarrando con fuerza el papel y lo troceé en mil posibilidades de olvido.

Pero enseguida me incliné sobre el suelo pues un pedacito de la nota se había volado entre mis dedos queriendo escapar de mí, y yo no estaba por la labor de permitírselo.

Recogí el diminuto fragmento y me lo llevé a la vista, para saber qué era lo que había intentado volar para quedarse como referencia. Llevaba una letra impresa, una sola letra que no decía nada.

Era una Z mayúscula.

Me quedé pensativo porque no estaba seguro de qué hacer con aquella obligación de trabajo, pillada en pleno vuelo. Y no quise juntarla con el resto de los trozos.

Acudí al baño y lancé al agua toda la nota disgregada y sin sentido ya, menos el díscolo cacho.

Quedó huérfano en cuestión de segundos, tras vaciar del agua limpiadora todo el escusado.

Una z de esperanza —me dije— ¿a quien acompañaría?

O tal vez era una z de zarpazo.

No podría matar a nadie, pues ya no sabía a quien tenía que matar. ¿Zapater, en Zaragoza, Zabala?